Opinión

DERECHOS EN CENIZAS. LA LIBERTAD QUE DEJAMOS ARDER

Por: Víctor Collí Ek

Ayer por la mañana, mientras me tomaba un café y leía las noticias, me encontré con el nuevo informe global sobre derechos humanos de Amnistía Internacional. Al leerlo no pude evitar hacer anotaciones en tinta roja, que parecían gotas de sangre sobre un diagnóstico terminal para nuestras libertades.

Este documento, que pasará desapercibido entre titulares sobre inteligencia artificial y crisis económicas, nos muestra un mundo donde los avances en derechos humanos que considerábamos consolidados se están evaporando como agua en el desierto.

La situación en zonas de conflicto resulta especialmente desgarradora. En Ucrania, Gaza, Sudán y Myanmar, los civiles no son daños colaterales sino objetivos deliberados. El 68% de las víctimas son personas que jamás empuñaron un arma. Madres que hacían fila para conseguir pan. Niños que jugaban en parques. 

Ancianos que no pudieron huir lo suficientemente rápido. Los poderosos han convertido los Convenios de Ginebra en una reliquia histórica, tan respetada como las reglas de un juego de mesa olvidado.

Mi café se enfrió mientras leía sobre la represión global de la disidencia. En 149 países existen leyes que castigan la libre expresión bajo el conveniente paraguas de combatir “noticias falsas”. Una democracia sin voces críticas es como un cuerpo sin sistema inmunológico: parece saludable hasta que colapsa de repente. En 27 de estas naciones, un simple tuit puede costarte cinco años de tu vida tras las rejas. Quizás deberías revisar lo que publicaste esta mañana.

Me resultó particularmente turbadora la sección sobre discriminación estructural. En 85 países existen leyes que discriminan explícitamente a minorías. No hablamos de sesgos sutiles o inconscientes. Hablamos de constituciones y códigos legales que declaran abiertamente que algunos ciudadanos valen menos que otros por su etnia, religión o género. Lo fascinante es que estos mismos países suelen ser los primeros en dar lecciones morales al resto del mundo.

La temperatura del planeta sube y con ella la injusticia económica. En los países más golpeados por la crisis climática, los ricos han aumentado su fortuna un 40% mientras los pobres han perdido más de un cuarto de sus escasos recursos. El informe lo llama “apartheid climático”. Yo lo llamo robo a mano armada con la complicidad de quienes miran hacia otro lado.

Y luego está la tecnología. Esos algoritmos adorables que te sugieren qué película ver este fin de semana tienen primos siniestros. En 47 países, sistemas de inteligencia artificial predicen quién cometerá delitos antes de que ocurran. Un “Minority Report” sin Tom Cruise pero con consecuencias reales para personas de carne y hueso que acaban en prisión basándose en probabilidades estadísticas. La presunción de inocencia ha quedado tan anticuada como los disquetes.

Lo verdaderamente escalofriante es cómo estas cinco crisis se alimentan mutuamente. La tecnología facilita la represión. La represión aumenta la discriminación. La discriminación exacerba las desigualdades. Las desigualdades intensifican los conflictos. Y así giramos en un círculo vicioso mientras el mundo se incendia lentamente.

El documento propone soluciones ambiciosas: un nuevo marco internacional con capacidad real para intervenir cuando los derechos fundamentales están en peligro. Suena idealista, pero también lo parecía la Declaración Universal de Derechos Humanos cuando se redactó entre las cenizas de la Segunda Guerra Mundial.

Con lo leído es como si me hubieran puesto nuevos lentes para observar, ví a muchas personas pegadas a sus teléfonos. Cada una en su burbuja digital, desconectada del mundo real por apenas unos milímetros de cristal y silicio. Me pregunté cuántos sabrían de los 85 países donde la discriminación es ley, o de las decenas de miles de civiles masacrados mientras nosotros debatimos sobre series y celebridades. Los derechos humanos se han convertido en un lujo abstracto que creemos poseer por defecto, como el oxígeno, hasta que alguien nos lo arrebata y descubrimos que nunca nos molestamos en protegerlo.

La buena noticia es que todavía estamos a tiempo de despertar de esta apatía colectiva. La mala es que el despertador lleva sonando años y seguimos apretando el botón de posponer.

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