¡AQUÍ Y AHORA! | DE MIS CAÍDAS, LUCHA LIBRE, Y OTRAS COSAS MÁS.
Por: Manuel R. Gantus.
“Razón de las caídas
por vejez y pendejez”
Eran a dos caidas de tres, sin límite de tiempo, anunciaba el buen “Popeye” cuando habían luchas…
Y decía caidas, sin acento, como buen yucateco.
Y desde ahí, entre caidas y caídas, se iniciaba el desmadre…
Y al buen Popeye le hacían lo que el viento a Juárez.
Lo recuerdas?
Los anuncios, ya fueran del Box o de la Lucha libre, los hacia en su cabina de sonido en el Mercado principal, el del centro.
El lugar era en un sitio localizado que correspondería en donde está el H. Alvaro Vidal… si ese mismo Hospital que desapareció por magia de un gobierno priísta, del Purux, y que desde entonces, nadie lo ve, ni nadie lo nombra.
Las funciones eran a las ocho de la noche de los sábados… cuando habían.
Posteriormente o quizá en el mismo periodo de tiempo, hubo una plaza de toros, y que yo recuerde, fue una corrida de toros organizada por los médicos de esos años, para recabar fondos para el Hospital Manuel Campos, el único en esos años, en los cincuentas.
En esa corrida, recuerdo que el dr. Abraham Azar, ocupó el sitio del que pincha al toro, montado en un caballo… también actuaron don Luis González, don Javier Buenfil, don Chavo Pacheco, otro doctor Buenfil, Roque, y hasta ahí llego en ese recuerdo de aquella corrida inolvidable, especialmente por los protagonistas, reconocidos médicos que posteriormente ocuparon cargos directivos en el IMSS y también colaborando gratuitamente en el H. Manuel Campos.
El puesto que ocupó el doctor Azar fue el de Picador… y luego el de Delegado del IMSS, durante muchísimos años y bien recordado junto, especialmente, con el inolvidable y muy querido, don Luis González.
Toda esa área de mi relato respecto a las peleas de Box, lucha libre y corridas, eran parte de las quintas del barrio de Santa Ana, llenas de árboles frutales de toda la rica variedad de frutas características de cada estación; cada una de esas propiedades contaba también con un depósito con agua, grandes, que se utilizaban para el riego de los árboles… y… para nosotros lo máximo, nos servían para bañarnos aunque ese líquido no reuniera las condiciones higiénicas para tal uso.
Que yo recuerde nadie de los cuates infractores que nos metíamos sin permiso alguno y que nos bañamos en esas aguas llenas de verdín y hojas y polvo, jamás nos enfermamos… ni siquiera de los ojos.
Y con qué permiso podíamos disfrutar de tanta libertad?
Bueno… los que no éramos identificados como “el hijo de la Güera (mi madre) y de Manuel, el del almacen, lo eran por sus abuelos, o tíos, etc.
Y si ni nada de eso existía cuál permiso innecesario, la bondad de esos dueños y, o, los cuidadores, siempre nos dejaban disfrutar de ese ambiente natural y bello, no sin antes de la pregunta obligada ¿saben nadar?… y el consejo final: no tarden mucho por la asoleada y no fuera que sus papás se preocuparan por no saber en dónde estaban…
¡Que mundo, señor!
Y pasadas una o dos horas, y con nuestras bolsas llenas de frutas, regresábamos al hogar para que, invariablemente, nos regañaran y amenazaran con no volver a ir sin el permiso de ellos…
Y a dormir, bien cansados pero bien felices… ya planeando el próximo regreso, sin permiso ni aviso previo…
¡Al país de nunca jamás!
Fin.
Adendum
Esos depósitos con agua se les llamaban tanques.
Colofón
Estando estudiando medicina en Veracruz, en 1960, junto con un gran amigo, comenzamos a ir a la lucha libre cada vez que se presentaban ahí en el Puerto de la Vera Cruz, y nos hicimos adictos a la pantomima calificada como Lucha Libre.
Lo más interesante era ser espectador del público que asistía a las funciones y ser testigo de la transformación que vivían a partir del inicio del show, cambios observables en los rostros, lenguaje oral y corporal acompañados de insultos, mentadas de madre, retos a pelear, etc, etc.
No se me olvida un personaje, una anciana que siempre ocupaba el mismo lugar en cada función y que antes del inicio de la misma, se la pasaba tejiendo, y en su rostro todo calmo, se reflejaba una dulzura digna de una cariñosa abuelita…
¡Ah! pero al sonar la campana que anunciaba el inicio de la pelea, sucedía una transformación increíble… y esa viejecita de pelo cano iniciaba una cadena de insultos, mentadas de madre y lenguaje corporal obsceno, dirigidos al luchador en desgracia de su favor, que todo parecía una escena del exorcista … película que aún no había sido filmada y que el mismo Padre Merrin se hubiera muerto al contemplar esos cambios que nuestra dulce viejecita sufriría… hasta que el sonido de la campanada final terminaba esa lucha entre el bien y el mal… Entonces la abuelita habiendo exorcizado al “bueno”, regresaba a su asiento a su tejido y a la dulzura en su rostro… ¡hasta la siguiente campanada!