OPINIÓN: LA AUSTERIDAD REPUBLICANA DE AMLO DESCANSA EN PAZ
Por: Guillermo del Jesús Padilla Sierra
A diez meses de la conclusión del periodo constitucional de Andrés Manuel López Obrador como Presidente de la República, el eco de sus palabras sobre austeridad republicana se desvanece como un réquiem inconcluso. La promesa de que no podía existir un pueblo pobre con un gobierno rico yace rota, convertida en ruina, como un mausoleo derrumbado sobre la memoria de quienes alguna vez creyeron en ella.
Quienes antes ocultaban discretamente sus relojes, sus viajes y sus excesos, hoy desfilan con soberbia, exhibiendo su nueva aristocracia con la impunidad de quienes saben que nada ni nadie los cuestionará. Se autoproclaman herederos de la izquierda, pero su vida es la de la derecha más opulenta: relojes que valen fortunas, vuelos en helicópteros, cenas que insultan al hambre de un país, estancias en hoteles de lujo donde la “justa medianía” es apenas un eco burlón.
El hijo del Tlatoani, Andrés Manuel López Beltrán, mejor conocido como Andy, se permite una cena de 47 mil pesos en Tokio y la justifica con el salario de su primer empleo formal. Ironía cruel: lo que a millones de mexicanos les cuesta años de trabajo, a él se le va en una sola velada. Y no está solo. Ricardo Monreal, Mario Delgado, Layda Sansores, Pedro Haces y tantos otros, ya sin recato, exponen sus gustos por la riqueza como trofeos de un poder que les permite despreciar la narrativa de la que se colgaron para llegar hasta ahí. Mientras tanto, el patriarca de la llamada transformación permanece en su rancho de Palenque, en un exilio voluntario, como quien prefiere cerrar los ojos antes de mirar la decadencia de lo que sembró.
En Palacio Nacional, Claudia Sheinbaum contempla la escena con más tristeza que autoridad. Sus llamados a la austeridad chocan contra la muralla del cinismo y la indiferencia de su propio movimiento. Sus palabras son aire, sus recomendaciones polvo, sus súplicas apenas un murmullo que se pierde entre carcajadas de lujo. Día tras día, enfrenta preguntas incómodas, obligada a defender lo indefendible, a justificar lo injustificable.
“Primero los pobres”, “la justa medianía”, “no puede haber pueblo pobre y gobierno rico”: frases que alguna vez levantaron esperanzas, hoy son letanías huecas que sobreviven en el discurso, pero no en los hechos. Son epitafios de una promesa incumplida. Los beneficiarios de programas sociales, atrapados en la resignación de la dádiva, justifican a sus gobernantes con el débil argumento de que “los de antes robaban más”. Y mientras tanto, defienden en redes sociales a sus verdugos con la furia de perros guardianes, ignorando que lo que custodian no es justicia ni igualdad, sino la tumba de la ilusión.
Hoy el luto no es simbólico, es real: la austeridad murió a manos de quienes juraron vivirla. Lo que queda es el cadáver político de un ideal, adornado con relojes suizos, banquetes asiáticos y helicópteros privados. En su lápida, podría leerse un epitafio que duele: Aquí yace la promesa de un México diferente, traicionada por los suyos antes de alcanzar su madurez.